martes, 27 de diciembre de 2011

Licor de hierbas

En la película de la vida te tocó el peor papel, el que ningún actor ni actriz quiere interpretar. Eras el tonto de la clase, blanco de las bromas, la ira, el collejón, el capón. Nunca dijiste que no, nunca dijiste basta, ni cuando se colaban en la cola de la gasolinera, ni en la del súper. Que inocente fuiste. Pensaste que con el graduado escolar finalizaría el calvario. No fue así, la broma, el collejón, el capón, la  ira, se extendía a la calle, a toda tu vida, era tu papel. En tu primer precario empleo en aquella precaria empresa, nada iba a cambiar. La sobreexplotación de tu jefe, al que nunca dijiste que no, la broma fácil de esos que trabajaban contigo.
No te dabas ni cuenta, pero el pozo sin fondo de la paciencia, poco a poco, gota a gota, insulto a insulto, iba mermando su capacidad.
La comida de empresa navideña está a la vuelta de la esquina. Nadie contó contigo, nadie te preguntó. No aparecerías en ninguna foto, ni en la de grupo, mejor, en la del año pasado saliste en una, la del tartazo en la cara, que provocó las risas hasta bien entrado el mes de junio y sirvió, de carta de presentación, al personal de nueva incorporación.
Pero ahí estabas tú, como el año pasado y el anterior, a sabiendas de que serás el blanco de la broma de siempre: la sal en el café, el azúcar en la carne, el petardo en el cigarro…
Te pusiste la misma ropa, la de siempre, la que llevaste el año pasado, quizás también la del anterior, pero te propusiste que este año sería diferente.
La botella de licor de hierbas que en todas las comidas significa lo mismo: la comida esta llegando a su fin, fue tu aliada, le querías dar otra utilidad, un nuevo significado. Nadie se percató que la cogiste para tu doble propósito. Una vez en el servicio, el contenido para tragarte esas más de cuarenta pastillas: ansiolíticos, antidepresivos, analgésicos… y el continente que rompiste contra la taza del váter para propinarte dos tajos en sendas muñecas no menos profundas que la del cuello.
Nadie se percató, te delató la sangre que había superado el límite inferior de la puerta.
Llegaste a urgencias muy frío, como fría había sido tu vida. Las sesiones del psicólogo, las del psiquiatra, los libros de autoayuda, los ejercicios de autoayuda fueron tan estériles como los 30 minutos de reanimación cardiopulmonar, tan inútiles como la adrenalina, los dos accesos venosos, los litros de suero, la intubación, la naloxona, flumazenilo…
“PARAMOS” lo que nunca quieres oír, la palabra del médico había puesto punto y final a tu vida.
La agenda de tu móvil para localizar a algún familiar parecía mas bien unas páginas amarillas: taller, trabajo, médico de cabecera… Ningún nombre propio. Junto a tu móvil una nota tan corta como tu vida: “Gracias, Carmen, por esos cafés”. Carmen, la camarera de aquella cafetería. El primer día te preguntó: “¿Un café?”, y tú que odiabas el café pero incapaz de decir un no te lo tomaste. Te trataba con la misma simpatía que al resto, con lo misma normalidad, y eso es lo que tú querías, que te tratasen normal como al resto.
En la película de la vida has sido un cobarde, pero hay que reconocer que a la muerte le has echado tres pares de cojones.

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