Antoñito
solo madrugaba una vez al mes. Solo tenía una obligación al mes. La misma
rutina que se repetía todos los meses: comprobar y retirar de su sucursal
bancaria, a primerísima hora de la mañana su pensión no contributiva el mismo
día que se la ingresaban.
Antoñito
se levantaba y literalmente se encaminaba a su banco y digo bien, literalmente, porque
Antoñito no necesitaba cambiarse de ropa, ya se acostaba vestido, no necesitaba
ducharse porque aun hacia mucho frío, no necesitaba desayunar porque su
desayuno no estaba en casa, lo encontraba en la calle.
Pero
hoy la rutina de Antoñito se convertiría en novedad, desagradable novedad. A la
salida de la sucursal, se encontró con una deuda pendiente. Dos, uno a su izquierda
y otro a derecha. Lo sujetaron, él ni se inmutó, no serviría de nada, el
tercero, el de los guantes de látex, requisó su pensión aunque por supuesto no
cubría gastos, así que decidió quitarle lo único que medio tenía valor: su
vida. Le asestó dos certeras puñaladas en el tórax, justo donde se aloja el
corazón.